Adiutricem populi
De LEÓN XIII
Sobre la devoción del
Rosario Mariano a favor de los disidentes
Del 5 de
octubre de 1895
Venerables
Hermanos: Salud y Bendición apostólica
I. Pruebas del florecimiento de
la devoción a María.
Justo
es celebrar con magnificencia cada día mayor y rogar con una
confianza más decidida a la Santísima Virgen, Madre de Dios, auxilio
constante y clementísimo del pueblo cristiano. Pues, la variedad y
abundancia de mercedes que ella, con generosidad siempre más amplia
para el bien común, prodiga por todo el mundo aumenta los motivos
que tenemos de confiar en ella y ensalzarla; y los católicos
responden, naturalmente, a tanta generosidad con la expresión de su
más rendido afecto, pues, si jamás en otro tiempo, ciertamente en
estos tiempos tan arduos para la Religión, es dable contemplar en
todas las capas sociales manifestaciones vivas y encendidas de amor
y culto a la santísima Virgen.
Un
testimonio claro de ello lo constituyen las asociaciones que bajo su
patrocinio se restablecieron y se multiplicaron por doquiera; los
hermosos templos que se dedicaron a su augusto nombre; las
peregrinaciones que con concurrencia piadosísima se realizaron a sus
más venerados santuarios; los congresos que se convocaron para
dedicarse al estudio del incremento de su gloria, y tantas otras
manifestaciones parecidas que eran en sí excelentes y prometían un
porvenir aun más feliz.
Florecimiento especial de la
devoción del Rosario.
Es un
hecho singular y para nosotros un recuerdo gratísimo cómo, entre las
múltiples formas de la devoción mariana, se vigorizaba siempre más,
en el aprecio y en la práctica este modo tan eximio de orar, lo
cual, dijimos, era gratísimo para Nos, porque si consagramos una no
pequeña parte de Nuestras preocupaciones a promover el
establecimiento del rezo del Rosario vimos claramente que la Reina
celestial invocada con estas fervorosas plegarias nos ayudó con
benignidad en Nuestras labores; y confiamos en que Nos asistirá para
consolar Nuestras tristezas y para aliviar Nuestras preocupaciones
que el día de mañana ha de traer.
II. Poder del Rosario para la
reconciliación de los disidentes con la Iglesia
Abrigamos sobre todo la esperanza de que la virtud del Rosario nos
ayude con abundantes auxilios a extender lo reino de Jesucristo.
Hemos
dicho ya más de una vez que la obra que en las actuales
circunstancias deseamos impulsar con mayor empeño es la
reconciliación de las naciones disidentes con la Iglesia; al mismo
tiempo, hemos declarado que el éxito de la empresa debe buscarse
ante todo en las oraciones y súplicas dirigidas a Dios. No hace
mucho manifestamos lo mismo también, cuando con motivo de las
solemnidades de la fiesta de Pentecostés recomendamos para idéntico
efecto especiales preces en honor del Espíritu Santo; recomendación
que en todas partes fue obedecida con gran fervor.
III. Perseverancia en esa oración
por la reconciliación de los disidentes.
Pero
atendiendo a que el problema es muy arduo y la constancia engendra
toda virtud, conviene recordar la exhortación del Apóstol que dice:
"Perseverad en la oración"[i][i];
y esto tanto más, cuanto que los felices comienzos de la empresa
parecen invitarnos con suavidad a continuar incansables en esta
oración. En el próximo mes de Octubre, pues, no habrá nada tan útil
a este propósito ni nada tan grato a Nuestro corazón como la
instancia con que por todo el mes imploréis vosotros, Venerables
Hermanos, y vuestro pueblo, en unión con Nos, a la Virgen y
piadosísima Madre, mediante el rezo del Rosario y las oraciones
prescritas de costumbre. Eximias son, pues, las causas que nos
impulsan a encomendar a su protección Nuestras empresas y deseos,
movidos por una confianza firmísima.
IV. María nuestra madre.
El
misterio de la excelsa caridad que Cristo tuvo para con nosotros se
revela luminosamente por el hecho de haber querido, al morir,
entregar su Madre a Juan para que fuese su madre, por virtud de
aquel memorable testamento:
He
ahí tu hijo[ii][ii].
Según la interpretación constante de la Iglesia, Jesucristo quiso
designar en la persona de Juan a todo el género humano; y más
especialmente a los que se adhiriesen a Él por la fe. Y en
este sentido pudo decir San Anselmo de Canterbury:
¿Qué puede concebirse más digno sino
que Vos, oh Virgen Santísima, sois Madre de aquellos que tienen a
Jesucristo por padre por hermano?[iii][iii].
Ella
aceptó, pues, el ministerio de este singular y laborioso oficio y lo
desempeñó con magnanimidad, auspiciándose su iniciación en el
Cenáculo. Ella ayudó admirablemente a los cristianos primitivos por
la santidad de su ejemplo, la autoridad de su consejo, la dulzura de
su consuelo y la eficacia de sus santas plegarias. Y en efecto,
mostróse, pues, madre de la Iglesia y maestra y Reina de los
apóstoles a quienes comunicó parte de las divinas sentencias que
conservaba en su corazón[iv][iv].
V. María, medianera universal.
Al
ser elevada a la cumbre de su gloria, al lado de su divino Hijo, es
casi imposible decir cuánto añadiera a la amplitud y eficacia de
intercesión, lo cual convenía a la dignidad y claridad de sus
méritos. Pues, desde allí, por disposición divina, Ella comenzó a
velar por la Iglesia y a asistirnos a nosotros y a protegernos como
madre; de tal modo que después. de haber sido cooperadora en la
administración del misterio de la redención humana, ha venido a ser
igualmente la dispensadora de la gracia que por todos los tiempos
fluye de aquel misterio, concediéndosele para ello un poder casi
ilimitado. Por este motivo las almas cristianas, llevadas por cierto
impulso natural, se sienten con razón arrastradas hacia María, para
depositar en Ella confiadamente sus pensamientos y obras, sus
angustias y alegrías y para encomendarle, como hijos, a su cuidado y
bondad a sí mismos y todo lo suyo.
Por
este motivo también se elevan con toda razón magníficas alabanzas en
todas las naciones y en todos los ritos las que se acrecientan con
el aplauso de los siglos: entre otras alabanzas, las de:
Nuestra Señora misma, medianera
nuestra[v][v],
la misma reparadora del mundo[vi][vi],
la misma media nera de los dones de Dios[vii][vii].
VI. A Dios por María.
Y por
cuanto la fe es el fundamento y el principio de los dones divinos
que elevan al hombre sobre el orden natural al celestial, para
obtener esta fe y desenvolverla saludablemente, se celebra con razón
cierta acción secreta de aquella que nos dio al
Autor de la fe[viii][viii]
y que por su fe fue saludada
bienaventurada[ix][ix].
Nadie hay, oh Virgen santísima, que se imbuya del conocimiento de
Dios sino por Vos; nadie hay que se salve sino por Vos; nadie, que
consiga misericordia sino por Vos[x][x].
Ni parece
tener menos razón aquel que afirma que, principalmente por su
dirección y su auxilio, la sabiduría y la doctrina del Evangelio han
llegado, haciendo tan rápidos progresos, a todas las naciones, pese
a las inmensas dificultades e impedimentos que se oponían,
estableciendo por doquiera un nuevo orden de justicia y paz. Este
mismo pensamiento inspiraba también el ánimo y la oración de San
Cirílo de Alejandría cuando se dirigía de este modo a la Virgen:
Por Vos predicaron los Apóstoles la
salvación a las naciones,; por Vos se celebra y se adora la Cruz
bendita en todo el orbe; por Vos se ahuyentan los demonios; por Vos
el hombre mismo es llamado al cielo; por Vos toda creatura, envuelta
en el error de la idolatría, llegó al conocimiento de la verdad; por
Vos alcanzaron los fieles el santo bautismo, y se fundaron iglesias
entre todos los pueblos[xi][xi].
VII. María baluarte de la
verdadera fe.
Y,
como lo proclamara el mismo santo doctor[xii][xii]
fue María quien estableció y fortaleció muy especialmente el
cetro de la fe verdadera; y por su ininterrumpido desvelo fue
que la fe católica se mantuviera firme y prosperara intacta y
fecunda. Muchos documentos de esta clase existen y son asaz
conocidos, declarados a veces de un modo maravilloso.
En
los tiempos y lugares en que, ante todo, había que deplorar el que
la Fe o languideciera por la incuria o fuera atacada por la peste de
los errores, se demostró presente y eficaz la benignidad de la
poderosa Virgen auxiliadora. Bajo su impulso y en su virtud se
levantaron hombres eminentes en santidad y espíritu apostólico
aniquilando las audacias de los impíos y devolviendo los Corazones a
la piedad de la vida cristiana e inflamándolos en ella.
Uno
de ellos, representante de muchos, es Santo Domingo de Guzmán quien
se empeñó con todo éxito en este doble apostolado, poniendo su
confianza en el auxilio del Rosario mariano. Nadie ignora cuánta
parte cupo a la misma Madre de Dios en los grandes méritos que se
granjearon los Padres y Doctores de la Iglesia que tan egregios
esfuerzos hicieron para defender e ilustrar la verdad católica.
En
efecto, ellos mismos, con ánimo agradecido, confiesan que de Ella
que es la Sede de la divina Sabiduría, descendió sobre ellos,
al escribir, la abundancia de los más eximios pensamientos y que,
por consiguiente, la malicia de los errores fue vencida por Ella y
no por ellos.
Por
último, los príncipes y Pontífices romanos, custodios y defensores
de la Fe -unos para mover las guerras santas y otros para promulgar
solemnes decretos- invocaron el nombre de la Madre de Dios, y
siempre experimentaron su gran poder y benignidad.
Por
esta razón, la Iglesia y los Padres glorifican a María con no menor
verdad que magnificencia, diciendo:
.Salve, lengua siempre elocuente de los Apóstoles, sólido fundamento
de la Fe, baluarte inconmovible de la Iglesia[xiii][xiii].
Salve, que por Vos hemos sido inscritos en el número de los
ciudadanos de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica[xiv][xiv].
Salve, manantial de divina abundancia del que fluyen los ríos de la
celestial sabiduría, las aguas puras y límpidas de la ortodoxia que
rechazan lejos las turbas de los errores[xv][xv].
Regocijaos, porque Vos sola habéis destruido en el mundo todas las
herejías[xvi][xvi].
VIII. Confianza en nuestra Madre.
Esta
parte principalísima que cabe a la Madre de Dios en el desarrollo de
los combates y en los triunfos de la Fe católica pone gloriosamente
de manifiesto los designios divinos respecto a ella y debe inspirar
a todos los buenos una firme esperanza de que se verán colmados los
deseos comunes.
¡Hay
que confiar en María!!, ¡hay e implorar a María! ¿Qué no podrá hacer
con su poder para apresurar el éxito a fin de que la profesión de la
misma fe una las mentes de todas las naciones cristianas y el lazo
de la perfecta caridad, ese nuevo y ansiado ornamento de la
Religión, hermane las voluntades? ¡No querrá Ella conseguir que los
pueblos todos por cuya estrechísima unión rogara fervorosamente su
Hijo único y que por el mismo bautismo llamara a la misma
herencia de la salud[xvii][xvii]
por la cual había pagado un precio infinito, laboren unánimes en
su luz admirable![xviii][xviii]
¿No querrá Ella emplear los tesoros de bondad y providencia,
tanto para consolar a la Iglesia, Esposa de Cristo, en sus largos
sufrimientos por causa de ellos como para llevar a la perfección, en
medio de la familia cristiana, el don de la unidad que es el insigne
fruto de su maternidad?
IX. María es el vínculo de unión.
Que
la feliz realización de esa empresa no ha de demorarse mucho parece
confirmarse por la creencia y la confianza que alienta en los
corazones de los piadosos de que María ha de ser el lazo bendito por
cuya fuerza sólida y suave, todos cuantos amen en el mundo a Cristo,
formarán un solo pueblo de hermanos que obedezcan a su Vicario en la
tierra, el Romano Pontífice, como a su común Padre.
Llegados a este punto, Nuestro pensamiento remonta los anales de la
Iglesia hasta los nobilísimos ejemplos de la edad primitiva y se
detiene con un placer indecible en el recuerdo del gran Concilio de
Efeso. Una firmísima unidad de fe y una misma comunión de culto que
en aquellos tiempos vinculaba el Oriente con el Occidente parecieron
reinar allí con singular firmeza y resplandecer con gloria, pues,
cuando os Padres establecieron legítimamente el dogma de la
Maternidad de la Santísima Virgen, la noticia de este hecho,
partiendo de esta piadosísima ciudad que exultaba de gozo, llegó a
llenar de la misma celebérrima alegría a todo el orbe cristiano.
X. Rogar por la unidad de la fe.
Cuantos motivos, pues, apoyen y aumenten la confianza en la Virgen
poderosa y benignísima de ser escuchados, tantas razones estimularán
el celo, que recomendamos a los católicos, de implorar a María.
Consideren ellos cuán excelente y útil y ciertamente, cuán acepto y
grato para la misma Virgen será esto, pues, poseyendo ya la unidad
de la fe, declaran de este modo que aprecian muchísimo la fuerza de
este beneficio y desean conservarlo más fielmente. Ni pueden
demostrar de ninguna otra manera más preclara su amor fraterno a los
disidentes que rogando fervorosamente por ellos para que recobren
aquel bien de la unidad, que es el mayor de todos.
Pues,
esta caridad cristiana de la fraternidad que reinaba en toda la
historia de la Iglesia solía hallar su fuerza en la Madre de Dios
como que es la favorecedora más eximia de la paz y de la unidad. San
Germán de Constantinopla la invocaba en estos términos:
Acordaos de los cristianos que son
vuestros servidores; recomendad las oraciones de todos; ayudad la
esperanza de todos; consolidad la fe y unid todas las Iglesias[xix][xix].
Tal es
también la invocación de los griegos:
Oh
Virgen purísima, que podéis acercaros a vuestro Hijo sin temor de
ser desechada; rogadle, pues, oh Virgen Santísima, a fin de que
conceda la paz al mundo; que infunda un mismo sentir a todas las
Iglesias; y todos os glorificaremos[xx][xx].
XI. El culto mariano en el
Oriente y
sus imágenes traídas del Oriente
son prendas de unión.
Otra
razón propia y especial por qué la Santísima Virgen acceda con mayor
benignidad a las plegarias en favor de las Iglesias disidentes se
añade aquí a la anterior; son los egregios méritos que respecto de
la devoción mariana tienen, especialmente las Iglesias orientales.
Es a ellas que se debe en gran parte la propagación y el fomento de
su veneración; en su seno surgieron varones memorables que afirmaban
y defendían la dignidad de María, importantísimos por el poder de su
elocuencia y sus escritos, panegiristas ilustres por su ardor y la
suavidad de sus palabras, emperatrices gratísimas a los ojos de
Dios que siguieron el ejemplo de la purísima Virgen, imitaron su
munificencia y erigieron templos y basílicas para practicar el culto
al Rey.
Será
licito agregar aquí un asunto no ajeno al tema y que redunda en
gloria de la Santísima Madre de Dios. No hay quien ignore que gran
número de las augustas imágenes de María fueron traídas, en diversas
épocas, del Oriente al Occidente, especialmente a Italia y a esta
Urbe. Nuestros padres no sólo las recibieron con suma piedad y las
veneraron magníficamente sino que, con igual devoción, sus nietos
las procuran honrar como sacratísimas. En este hecho el ánimo se
goza reconociendo cierta señal y gracia de nuestra benignísima
Madre; pues, Nos parece que estas imágenes se conservan entre
nosotros como testigos de aquellos tiempos en que la familia de los
cristianos vivía estrechamente unida por doquiera, y como prendas
bien caras de la común herencia. El mirarlas (como si la Virgen
misma exhortara a ello) invita los corazones a que recuerden
piadosamente a aquellos a quienes la Iglesia llama con sumo amor a
que tornen a la prístina concordia y a la alegría de su abrazo.
XII. El Rosario provechosa
oración de unión.
De
este modo, Dios mismo ofreció en María una protección eficacísima
para la unidad cristiana. Aunque no la merecerá un solo modo de
oración, sin embargo creemos que el santísimo Rosario fue instituido
para conseguirla en forma óptima y ubérrima. En otras
ocasiones ya hemos indicado que no era la ventaja menor de este
piadoso ejercicio que el cristiano posea en él un medio pronto y
fácil para nutrir su fe y defenderse de la ignorancia y del peligro
del error, como lo ponen de manifiesto los mismos orígenes del
Rosario. Patente está la relación estrecha que guarda con María todo
lo que en él se ejercita y se fomenta sea mediante las preces que se
repiten, sea, sobre todo, mediante los misterios que se meditan.
Pues, cuando ante Ella rezamos con devoción el Rosario volvemos a
vivir, conmemorando, la obra admirable de la redención, de tal modo
que contemplamos como hechos presentes que se desenvuelven ante
nuestros ojos los acontecimientos cuyo desarrollo y efecto la
vinieron a constituir al mismo tiempo en Madre de Dios y nuestra.
La
grandeza de esta doble dignidad y los frutos de este doble
ministerio aparecen con vivos fulgores cuando piadosamente meditamos
cómo María se asocia a su Hijo en los misterios gozosos, dolorosos y
gloriosos. De allí resulta que el alma se inflame en amor agradecido
para con Ella, y, desdeñando todo lo caduco, se empeñe, con firme
voluntad, en mostrarse digna de tal Madre y de sus beneficios. Y
como esa frecuente y fiel recordación no puede menos de agradar muy
íntimamente a esa Madre, por mucho la mejor de todas, y de moverla a
misericordia para con los hombres, por eso, Nos hemos dicho, que el
rezo del Rosario será el ejercicio más oportuno con qué encomendarle
la causa de los hermanos separados; porque esto incumbe propiamente
a su misión de Madre, por cuanto los que son de Cristo no han sido
concebidos por María ni lo han podido ser si no en una misma fe y un
mismo amor; pues, por ventura ¿Cristo
está dividido?[xxi][xxi],
y todos
debemos vivir la vida de Cristo a fin de que en el mismo cuerpo
fructifiquemos para Dios[xxii][xxii].
XIII. María obtendrá la unidad si
rezamos el Rosario.
Es
necesario que la misma Madre que recibió de Dios el poder de
engendrar continuamente nuevos hijos engendre nuevamente para
Cristo, por así decirlo, a todos aquellos que por funestas
circunstancias fueron separados de esta unidad. Es también lo que
Ella, sin duda, desea vivamente conseguir. Si le donamos las coronas
de esta oración agradabilísima, Ella implorará la abundancia de los
auxilios del Espíritu vivificador. ¡Ojalá los buenos no
rehúsen secundar los propósitos de aquella Madre misericordiosa, y,
atendiendo su propia salvación, escuchen la dulcísima invitación de
María: ¡Hijitos míos, de nuevo sufro por vosotros dolores de
parto hasta ver a Cristo formado en vosotros![xxiii][xxiii].
XIV. El rezo del Rosario en el
Oriente.
Ponderado así la gran virtud del Rosario mariano, algunos de
Nuestros predecesores dedicaron especiales esfuerzos a su
propagación entre las naciones orientales. En especial, Eugenio IV
en la Constitución Advesperascente, dada en el año 1439,
luego Inocencio XII y Clemente XI, cuya autoridad concedió, para
este efecto, grandes privilegios a la Orden de Predicadores. Los
frutos no se hicieron esperar, gracias al celo de los ministros de
esa misma Orden; numerosos y esclarecidos documentos lo atestiguan
aunque el largo tiempo transcurrido desde entonces y las
circunstancias adversas hayan detenido después los progresos de esta
obra.
En
nuestra época, el fervoroso culto de esta misma devoción del Rosario
, que Nos, desde el principio, hemos ensalzado, ha encontrado eco en
el alma muchas personas de aquellas regiones. En cuanto esto, pues,
responda a Nuestros esfuerzos iniciales, esperemos que sea muy
provechoso para dar cumplimiento a Nuestros deseos.
XV. El Templo de Nuestra Señora
del Rosario en Patras.
Con
esta esperanza se une un hecho muy gozoso que interesa tanto al
Oriente como al Occidente, y es muy conforme a Nuestros designios.
Hablamos, Venerables Hermanos, del proyecto cuya iniciativa nació en
el Congreso Eucarístico de Jerusalén, o sea el de erigir un Templo
en honor de la Reina del Santísimo Rosario, y esto en Patras en
Acaya, no lejos del sitio donde en los tiempos antiguos, bajo sus
augurios, resplandeció el nombre cristiano. Según nos ha
manifestado, para Nuestro gozo, la Comisión que con Nuestra
aprobación, fue constituida para impulsar esta obra y preocuparse de
ella, ya muchos de vosotros, acatando Nuestros ruegos, habéis
organizado Colectas especiales al efecto, con toda diligencia, y aun
prometisteis continuarlas en forma igual hasta la terminación de la
empresa. Con ello, ya han afluido bastantes recursos, de modo que la
construcción podrá iniciarse con aquélla amplitud que a tal obra
conviene; y Nos hemos dado poder para que, próximamente, se coloque
con auspiciosas y solemnes ceremonias la primera piedra del templo.
Elevaráse este santuario, en nombre del pueblo cristiano, como un
monumento de perenne gracia a la Virgen Auxiliadora y Madre
celestial, la cual se invocará allí asiduamente en ambos ritos, el
latino y el griego, a fin de que Ella se digne colmar los antiguos
beneficios aun con nuevos más eficaces.
XVI. Los beneficios del mes del
santo Rosario.
Y
ahora, Venerables Hermanos, vuelve Nuestra exhortación al punto de
donde partió. Es, que todos, pastores y rebaños, se acojan, sobre
todo durante el mes que se avecina, bajo el manto protector de la
Santísima Virgen. Que en público y en privado, con alabanzas,
plegarias y ofrecimientos, se unan todos para invocarla y suplicarla
como a Madre de Dios y Madre nuestra, clamando:
Mostrad que sois nuestra Madre[xxiv][xxiv].
Que su maternal clemencia conserve a
su universal familia al abrigo de todos los peligros; que la haga
gozar de prosperidad verdadera fundada en la santa unidad. Mire con
benevolencia a los católicos de todos los pueblos, y, uniéndolos más
estrechamente cada día con los lazos de la caridad, los vuelva
prontos y constantes para sostener la gloria de la Religión, en la
que van incluidos asimismo los mayores beneficios para el Estado.
XVII. Plegaria a María por los
disidentes.
Dígnese Ella mirar asimismo con especialísima benevolencia a los
pueblos disidentes, naciones grandes e ilustres en que laten tantos
corazones generosos, conscientes de sus deberes cristianos; dígnese
suscitar en ellos anhelos saludables y nobles propósitos, y después
de haberlos suscitado favorezca su realización.
En
cuanto a los disidentes orientales quiera Ella recordar la devoción
acendrada que le profesan y las gestas sublimes que sus antepasados
realizaron por la gloria de su nombre. En cuanto a los occidentales
baste rememorar el utilísimo patrocinio con que Ella reconoció y
recompensó la eximia devoción que todas las clases sociales le
manifestaran en el transcurso de muchos siglos.
Logre
ser oída la voz suplicante del Oriente y del Occidente y de todas
las naciones católicas dondequiera habiten; logre ser oída la
Nuestra que desde lo más profundo del alma clama: Mostrad
que sois Nuestra Madre.
Bendición Apostólica.
Entre
tanto, y como testimonio de Nuestra benevolencia os impartimos con
amor la bendición Apostólica a vosotros, a vuestro clero y al pueblo
confiado a vuestro cuidado. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 5 de
Septiembre de 1895, año decimoctavo de Nuestro Pontificado. León
XIII
[iii][iii]
San Anselmo, Or. 47, antes 46.
[iv][iv]
Lc. 2. 19; 2, 51.
[v][v]
"Dominam nostram", "mediatricem nostram", San Bernardo serm. 2
in adv. Domini n. 5.
[vi][vi]
Ipsam "reparatricem totius orbis", S. Tharasius or. in praesent.
Deip.
[vii][vii]
Ipsam "donorum Dei conciliatricem". in offic. graec. VII dec.,
Theotokion, post oden IX.
[x][x]
S. Germán de Constantinopla or. 2 in dormit. B.M.V.
[xi][xi]
San Cirilo Alej. Hom. contra Nestorium.
[xii][xii]
San Cirilo Alej. Hom. contra Nest
[xiii][xiii]
Del Himno
griego "Akátistos".
[xiv][xiv]
San Juan Damasceno. or. in annuntiat.
Dei Genitr.
n. 9.
[xv][xv]
San Germán
de Constantinopla or. iu Deip praesentat. n. 14.
[xvi][xvi]
En el
Oficio B.M.V.
[xix][xix]
San Germán In Hist, a dormit, Deiparae.
[xx][xx]
Men. 5 de Mayo Theodokion post od.
IX de S.
Irene V. M
[xxiv][xxiv]
Del himno
lit. A ve Maris Stella.
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